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Cinco poemas de Gabriel Chávez Casazola

El escritor y periodista boliviano Gabriel Chávez Casazola nos entrega cinco poemas.

Gladys Mendía 1 año ago 198
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Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972) Poeta, periodista y ensayista boliviano, considerado “una de las voces imprescindibles de la poesía boliviana y latinoamericana contemporánea”. Libros suyos se han publicado en 15 países de las tres Américas y Europa. Está traducido a diez idiomas: inglés, francés, italiano, portugués, griego, ruso, rumano, árabe, chino y catalán, así como al lenguaje braille.

Es autor, entre otros libros de poesía, de El agua iluminada (2010), La mañana se llenará de jardineros (2013) y Multiplicación del sol (2017). Se han publicado numerosas antologías de su poesía, como Il canto dei cortili (Italia, 2018); La vitesse des fantômes (Francia, 2018); Persistence of tattoos (EE.UU., 2018); y Cámara de Niebla, con seis ediciones en distintos países, la más reciente en México (2022).

Recibió la Medalla al Mérito Cultural de Bolivia y el Premio Editorial al Mejor Libro del Año, entre otros reconocimientos.  Es docente del programa de Escritura Creativa de la Universidad Privada de Santa Cruz (UPSA), curador del Encuentro Internacional de Poesía “Ciudad de los Anillos” y dirige el taller de poesía “Llamarada Verde” en la ciudad de Santa Cruz, donde reside.

La canción de la sopa

En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes

vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,

inclusive diminutas, pero grandes.

Comían alrededor de grandes mesas

mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo

pero bien establecidas en el piso.

Con cucharas enormes comían la sopa

en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones

de unas enormes soperas.

Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café,

a fumarse un cigarrillo

sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.

Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo,

veía sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado.

Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6

montado en un gran auto americano o en un gran caballo

o con un gran estilo

de caminar

para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el

tiempo no había interrumpido,

salvo aquél que enfermó, aquél que se fue

dejando un enigma y una sensación de vacío

—una enorme sensación de vacío—

flotando, con el humo de los cigarrillos,

sobre la sobremesa de la cena.

A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,
dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar

solo consigo mismo, simplemente

no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana

carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era

mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o

con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.

Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo

en la garganta, un nudo que después salía flotando de su

boca montado en un gran suspiro,

un enorme nudo que se enredaba en el vapor

de su taza de café, con unas

volutas que le robaban la mirada y la hacían desear

estar sola,

simplemente no estar ahí, escuchando los llantos

de las últimas hijas y los primeros nietos.

Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos

y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes

soperas vacías, las cucharas mudas

de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió

a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de

teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.

Incluso aquél que enfermó, el primero en partir

como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez,

que se metió en su pecho por la gran boca abierta

de un enorme bostezo.

Entonces

compró una breve sopa instantánea

y entre sus mínimas volutas

se permitió un pequeño llanto.

No podía tomar la sopa.

en su diminuto departamento no había una sola cuchara,

una sola mesa bien fundada, algo

que vagamente pudiera parecerse a la felicidad

y sus rutinas.

Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío

o del tuyo, cuando las familias eran grandes

vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,

inclusive diminutas, pero grandes

y veían sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado

con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire. 

Albricias

A Lucía

Como un don o como la retribución de un don

cual una fruta presentada en un ritual simplísimo

la niña ha entrado en la casa, lo ha

visto todo con su escuchar,

todo lo ha oído con su ver y así

tan atenta al universo

que acababa de crear

el primer día 

(en el principio era la tiniebla y el espíritu de Dios flotaba

dulcemente, en posición fetal, bajo la faz de las aguas)

hágase la luz

ha dicho

sin apelación a ningún significante

y nos hemos comenzado otra vez a existir

briznas de su costilla,

depuesta la flamígera,

la desnudez desnuda,

su greda fresca, el jardín

recién regado.

El predilecto

Este hijo mío

—el primogénito—

desea ser Emperador para tener

en su mesa todos los platillos del universo

conocido,

todas las sopas de las más extrañas especies

de criaturas del mar y de agua dulce, combinadas

con los brotes de las plantas más exóticas

y las fuentes

repletas de animales de caza,

debidamente sazonados con un estilo único,

y esto sin olvidar los postres

—¡ah, los postres!—

de los cuales no habría ni siquiera que hablar.

Mi predilecto, en cambio,

—uno de los pequeños—

quiere ser Cocinero de la corte imperial.


Nadie regresa a nada, nunca, nadie

Nadie regresa a nada, nunca, nadie
Carlos Murciano

Mientras en cierta casa la tarde se precipita sobre unos papeles,

una goma de borrar,

una caja de lápices de cera que el polvo

cubre y descubre, según la luz agita su tela falsa de partículas

o se retira, cautelosa, ante tanta quietud,

pues han dejado de escucharse los pasos

como hechos de aire

de la mujer que empuñaba con una mano fina y láctea esos lápices

bajo esa misma luz y trazaba una voluta;

mientras la ausencia se posesiona de aquella casa y la hiende,

la surca de extrañezas, la prepara

para su definitiva demolición que de algún modo es la demolición de la belleza

—¿es la belleza la primera o la última en morir en       

todas las guerras que se declaran contra ella?—;

mientras uno de aquellos papeles ya amarillos todavía cuelga de la mesa

como proponiéndose para ser elegido al azar

—¿cabrá el azar en un cuadro?—

y convertido en piel de una de tantas cosas simples:

un cesto de tomates o de frutas,

una niña rubia con un gato hosco,

la acequia que se reparte entre los albaricoques

y muy a menudo un penacho de humo tras las ramas,

ante las que se recorta el rostro de una anciana que escucha,

o mejor, que espera escuchar;

mientras la expectación de aquella anciana mantiene suspendido el tiempo

en las esporas del papel en blanco,

en la zona en que el papel es silencio e inminencia del quejido grave y azulado

que debería acompañar al penacho de humo,

condensación sonora

—y aquí, paradójicamente, inaudible—

de la belleza que pueden producir los artefactos humanos,

de las evocaciones que pueden suscitar,

cuando, verbigracia, pasa el tren de las cuatro

y de él solo se saben el humo y el quejido

y ahora ni tan siquiera eso,

solo el rostro de una mujer que espera oírlo llegar,

un rostro detenido en un cuadro por unas manos lácteas

que tampoco visitan ya el papel ni frecuentan los lápices de cera,

que han quedado cubiertos y descubiertos solo por la tela falsa del polvo,

en una casa hendida;

mientras la mujer del retrato espera que ocurra un algo ya imposible

pero a la vez para siempre inminente, como el arribo del tren de las cuatro,

indefinidamente a punto de llegar a cierta ciudad en que cae la tarde sobre unos papeles, una goma de borrar, un cesto vacío, unos árboles secos;

mientras la belleza todavía se obstina en dejarse aguardar

—concierto de humo—

como una eterna niña que jugara con gatos

allí entre las acequias y los albaricoques, antes de la merienda;

mientras una voluta testimonia en silencio aquella belleza extraviada

entre la mano que traza y el oído que espera;

yo

todo silencio e inminencia también

trato de recordar

—pero no puedo: ¿cabrá la memoria en un retrato?—

aquel quejido grave y azulado

que alguna vez

de niño oyera

sentado sobre tus rodillas,

madre.

Plegaria del molinero

para Antonio

Es sabido que los duendes únicamente se aparecen a los niños

y para ser más precisos

a los niños que están dejando atrás la infancia

pues son ellos quienes se la llevan consigo

secuestrada

como al bebé del cuento de los Grimm,

nieto de un molinero

e hijo de un rey y de una molinera

celebérrima por hilar muy áureas pajas

y muy finas.

En el cuento,

la reina molinera e hilandera recupera al niño

al descubrir, por boca de un lacayo,

y luego pronunciar,

delante de aquel duende,

el nombre secreto que guardaba.

Concédeme, oh Rey, a mí, que soy apenas tu lacayo,

poco menos que un molinero de las palabras,

que un hilador de los sonidos,

poder develar y pronunciar el nombre de aquel duende

que se le ha aparecido a mi hijo esta mañana

—un rumpeltiltskin lugareño, la verdad sea dicha,

de ancho sombrero alón y camijeta—;

poder pronunciar su nombre, digo,

antes de que se vaya allá, muy lejos,

llevándose la infancia de mi niño

como se llevaron otros duendes las de todos

el día en que se nos aparecieron

y, sobre todo,

se nos

d  e  s  a  p  a  r  e  c  i  e  r  o  n

dejándonos ahí mismo, parados,

en medio del campo o de la calle o del patio,

convertidos en lo que somos:

apenas unos ex niños

unos pobres adultos

unos extraños que ya no creemos en los duendes.