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SOBRE ANATOMÍA DEL GRITO, DE DANIEL ARELLA. POR JESÚS MONTOYA

Anatomía del grito, el espectro de una escritura metamórfica Escribir de nuevo sobre Anatomía del grito me convoca, entre tantas cosas, a una variable orfandad de vericuetos. He visto los

Gladys Mendía 4 años ago 103
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Anatomía del grito, el espectro de una escritura metamórfica

Escribir de nuevo sobre Anatomía del grito me convoca, entre tantas cosas, a una variable orfandad de vericuetos. He visto los rastros materiales de este libro: sus calles, personajes, puertas, fantasmas, siendo un testigo humilde de su voz que hoy, cristalizada, abandona antiguas interpretaciones mías, pero también abandona a Daniel Arella. Quisiera comentar, en este breve texto, sobre esa independencia, saliéndome un poco de aquel viejo epílogo que lleva esta obra, para dar paso a algunas ideas que tienen que ver con las maneras de hacer, más precisamente con las formas presentadas en lo que llamaré el espectro de una escritura metamórfica, un alfabeto telar.

El grito aquí constituye esa transfiguración como pista heteronímica en descomposición de fuentes. Quiere rastrearse en la pluralidad primitiva de la Ninfa, partiendo de Roberto Calasso en un juego de retratos metatextuales, aunque también en el recorrido urbano, cuando cita, al principio, al otro Roberto, el brasileño, Piva: “eu carrego teu grito como um tesouro afundado”, de su celebrado libro Paranoia (1963), quien por aquel momento trazaba una escritura reticulada de distintas tradiciones poéticas y autores, como el surrealismo, los beats, el Conde de Lautréamont, Mário de Andrade y Fernando Pessoa.

Veo en Paranoia, y no precisamente en su lenguaje, un paragón con Anatomía del grito, en el sentido en que instala a un paseante difuminado en la poesía como experiencia, llevando al fondo el espectro de otras escrituras. Si bien en la primera plaquette de Roberto Piva, Oda a Fernando Pessoa (1961), el recorrido por São Paulo de surgía desde una invocación al lisboeta, en Paranoia otros nombres propios van apareciendo, tomando un cuerpo determinado, son acaso presencias que rondan la metrópolis en construcción. Por su parte, Anatomía del grito ejerce espacio en esa enunciación y trae a Pessoa como elaboración fantasmagórica de los heterónimos, creando conexiones a partir de la materialización de tales firmas inventadas en libros y espacios determinados: Mérida, México, Odessa, como también en años que avanzan, por ejemplo, hacia el 2035 o 2055.

Pienso que Roberto Piva, en definitiva, encajaría frente a la fisura de esas firmas que circulan espacios, cuya fisionomía, por reverso en el libro de Arella, no es urbana, sino compenetrada con una geografía natural, una comarca para el ninfolepto. Por lo tanto, ese futuro no funciona de manera distópica, diría que las firmas son la contención, más precisamente, de un orden imaginado en la lógica del autor-personaje-heterónimo de Carlos Arana. Incluso, y remarcando la cuestión de ir en diacronía, de observar, como se pensaría los grandes edificios, máquinas o guerras del futuro, el lenguaje mismo sacude la posibilidad de rastrearse en la actualidad: “llegaste al vacío inviolable de la poesía pura y la web es un cementerio”, apunta Andrés K., en El silencio de la tierra nos apagó a mares, durante el año 2076, en Islandia. Una Islandia que bien podría ser la de Eugenio Montejo: “Islandia dibujada en mi cuaderno, / la ilusión y la pena (o viceversa)”.

Las vidas imaginadas como retazos de firmas por Carlos Arana, profesor jubilado de Sociología de la Universidad Central de Venezuela, mientras permanece internado en los hospitales de salud mental, fluctúan el lar de una flora, de un habla sagrada de los pastos, una vigilia andina. Esa localidad, por más que pretenda diluirse en los heterónimos, genera una representación no solo en la exploración nominal, sino también en una especie de magnificencia originaria. Quiero decir originaria en la significación genésica de una naturaleza universal.

Allí, los años futuros serían el diagnóstico de un delirio asociado a las Ninfas, pero también un denominado: “sonido transparente del origen”. A través de una alucinación fluvial, los poemas de Arella son un río recorrido entre flujos psíquicos que fundamentan la transformación de las Ninfas agrupadas por Calasso en El loco impuro. Las Ninfas aquí se revierten y, por el contrario, como Arella escribe al principio, estas en esa “edad inocente armada de silencio”, abandonadas a la luz del lenguaje, son también, por paradoja, la cura.

Jesús Montoya
São Carlos, noviembre de 2020