
LA VOZ EN EL LÍMITE: Después de la caída, de Miladis Hernández Acosta.
Difícil de catalogar el personal estilo de Miladis en este poemario. A veces parece un surrealismo cargado con frecuencia de tintes negros, como si el sueño se asomara a mundos de pesadillas (Llovizna de muertos junto a visionarios/ Que lamen cicatrices de mi lengua) con la presencia insistente y portentosa de la muerte (Viruela en el paisaje. / Níveos huesos violentan la sombra de los muros); pero, en puridad, no es surrealismo, si bien entra mucho más en el terreno de los irracionalismos que en el de lo estrictamente racional. De hecho, en algunos de sus versos, que a menudo parecieran acercarse a la escritura automática o a un expresionismo que deforma la realidad para elevarla al gesto y a la emoción más radical, sin embargo, la poeta se muestra clara y definitoria en sus propósitos más hondos (Que abuso Dios/ Cuando se acurruca el verso fratricida/ Predice la razón o fe que dejé abolida/ Gime corazón. Gime). La razón, pues, está “predicha”, se halla presente, pero no es la reina (Antesala de haber comprendido/ La inviolable razón de todas las cosas) por lo que es el corazón el que protagoniza el canto; canción doliente y en el límite, mirando de frente a la muerte como maestra del sentido (Los muertos exhalan aroma de perdición/ Vomitan cales, huesos líquidos, pétalos o piedra/ Para secundar la preñez del límite). El límite está preñado –junto al loto del límite –dice el Corán en su aleya, catorce de la sura cincuenta y tres – y en esa preñez, el hombre es un feto (¿Qué es el hombre para igualarse en el encuentro sino un feto incipiente?). Un feto a punto del gran encuentro; como si se dispusiera a salir de la celda en la que había poco que ofrecer (¿Qué me ofreces? / ¿Escupitajos de fieras desmoronando padres e hijos?/ ¿Devastada creación desde el odio y la nada?/ El alma en la verja, forma de las formas ha de revelarse frente a los pinos/ Ha de blandir el asedio. Inhóspita crueldad de los alfiles) para encontrase con el misterio insondable del Ser. Pero no es fácil; el paso del umbral supone un reto ante la mirada impasible de los inmortales (Mientras los inmortales anuncian la fatal embriaguez de la caída. / Caída devolviendo máscaras vencidas. Expulsión.) Porque ese paso es muerte, pero es también nacimiento y es, a la vez, caída y expulsión, como la de Adán y Eva en –desde- el paraíso. Por eso que “allí” Ningún valor abre los postigos y en esta latitud hasta el cielo sucumbe; allí es terrible Remover la desazón de la nada, cuando ni el espacio tiene ya cuerpo ni el tiempo significa nada (Nada me pertenece ni siquiera la sierpe de mis manos/ Nada me duele para rasgar el hambre del sepulcro).
De ahí que no baste con la belleza sublime de la metáfora; metáforas, muchas de ellas, transidas en un extatismo casi de trance: (Ha visto morir clandestinas aves en parques desnudos de mi rostro), (Anémonas crucificadas en mis manos) y entre las numerosas citas del poemario, junto a poetas (Valery, Rimbaud, José María Heredia, Dante, Goethe, Pizarnik, Virginia Woolf, Silvia Plath…-obsérvese que el suicidio está presente en más de una-) hay multitud de nombres que se acercan a la religión –cristiana- (San Agustín, San Francisco de Asís, Sor Juana Inés, Sta. Gertrudis, además de citas y personajes bíblicos numerosos) y a la filosofía (Kierkegaard, Nietzsche, Descartes, Demócrito…)
Y puesto que todavía no hemos cruzado el umbral y estamos “aquí” y “ahora”, aunque vague en el alma esa desazón de muerte que Freud podría tildar de pulsión tanática y, en otro contexto, podría sonar a macabra (Pero yo te amo –mañana- noche- Sepultura-) aquí se equipa con un coraje heroico que, como en los griegos clásicos, se enfrenta al Destino y lo mira a la cara dispuesta a desvelar el enigma de la esfinge (¿El hocico de la sierpe negra convida con acertijos?) y con el arma sola de la palabra, revestida de heroicidad (Mi grito majadero/ Voraz y heroico sobre la escarpada de los muertos). Esa actitud origina miedo (Fijamente he mirado un dardo (tieso) sobre el horror), pero lleva los aparejos necesarios para enfrentarlo (En mi espalda filtra la floresta de la muerte) y junto a una belleza excepcional y una riqueza de vocabulario que sorprende (¡Qué engaste de palabras!) –son multitud los vocablos de una sonoridad sugerente y misteriosa (mirabeles, bauprés, cancros, batihoja, melopeya, guásimas, epicidad…), está también la armadura del silencio (Solo el silencio puede hacernos inmortales) y la disposición de ánimo cargada de resolución y coraje (Seamos criaturas que olvida el viento. Perplejas y cambiantes/ Para seguir semienterrados en el horno que laquea capullos en el alba). La batalla se sabe dura y exigente (Vagando por el ojo franqueado de la muerte. / Con voz estentórea. Preguntándome. ¿Qué pasará allá afuera?) y la sangre no va a faltar (Holocausto sobre la lluvia/ Y el dolor ha puesto fango en la marea) (Mi oráculo coletea alzándose por la montaña (ya transparente) / Sin saber que estos cuerpos caerán bajo las cimas.) (Pero es la vida: Los navíos se lanzan desde el peñasco/ Y los muertos atisban la corriente.) Y aunque Dios Es y está en ningún sitio y en todas partes, no lo vamos a encontrar en nuestro camino (Los caminos de Dios no son nuestros caminos/ Pero hay un borde para encontrarnos, un recodo para reconocernos/ En el mismo desfiladero). En ese desfiladero que todo lo delimita y aclara.
No obstante, no van a faltar en esa palabra las oraciones; pero no son nada complacientes (Llévate contigo los cráneos que rapiñan mi oración), la lengua buscará en el vértigo (Solo en mi lengua se fragua el vértigo) y así podrá escapar de la trampa asfixiante de la culpa (Humedezco mi gran culpa Señor) y mirar al abismo sin más miedo que al Ser, en lugar de los inquisidores (En mi abismo se astillan clavos inmortales/ Y la peste de los inquisidores se alzará contra mi frente). Porque lo que importa de verdad es el amor (No arrecies el dolor del pajarillo/ Rozando con cada letra del olvido para extinguir el amor), más que la hipocresía del que solo ve la paja en el ojo ajeno (Como aquel que está asaeteando la paja de mi ojo). Y aunque aceche el espanto del vacío (¡OH! Dios. Cuesta tanto sabernos inocentes. Intocables por el espantoso vacío) espera la flor que anuncia la primavera eterna (Pídanle la flor que declama precipicios de luna). Y vendrá, cuando toque, la muerte con su palabra –o su silencio- precisos (Sobre las tumbas me echo a llorar pidiendo ese labio imposible), mientras la vida se extiende en su batalla tan hermosa como cruenta. ¡Ay del loco que devora la eternidad! / (…)/ ¡Ay del dolor que se apacigua con la locura!
Emilio Ballesteros
Granada, España
22 de marzo, 2012.