
Alejandra Sofía González Celis (1976, Santiago de Chile), poeta y trabajadora social, es editora del libro “11 de septiembre 1973. El diario de Francisca” (Hueders, 2019) y autora de los libros: La enfermedad del dolor (Pez Espiral 2023), Jauría (Das Kapital Ediciones 2017) y Una niña muerta está siempre viva (Ediciones Inubicalistas 2017), y los cuentos virtuales “Emi y las ollas” y “Noticias” por la editorial mexicana Heredad. Vive en Viña del Mar, Chile.
Abierta
Abierta en una columna
llena de mil huesos enfermos
que la torturan
Abierta hasta el cansancio
como una puerta vieja
que se queja y que no duele
Abierta hasta vaciarse
entera de dolor
Secar cada órgano
desinfectar los labios
extraer todo lo que sangre
dejarme limpia
Abierta es mostrada
en los museos del mundo
y la gente se ríe
Tengo mi mitad en el juego del dolor
Sola
estoy sacando mis brazos taladrados fuera de esta cama
en una búsqueda ridícula por sabor de sol
Los tubos fluorescentes no han parado de sonar
y se mimetizan
con los murmullos del resto de las camas
rodeadas de familias
que han vuelto a quejarse
por este infierno de aire falso
que derrite los chocolates
entibia los lápices de cera
y las revistas
Uno a uno los dedos de mis manos juegan a tocarse
otra vez
rozándose en una baile sin destino
Nadie preguntará por mí
a la hora de visita
Los habitantes de las cuevas de catéter
Nosotros
los niños enfermos
seguíamos jugando
en las esquinas de las salas comunes
unos amontonados en sillas de ruedas
otros sujetos a una cama donde descansaban
nuestras cabezas condenadas a cascos respiradores
de astronautas abandonados en atmósferas extrañas
o atornillados
a balanzas que mantenían nuestras columnas en su lugar
A la mayoría de nosotros le habían nacido alas de aviones
que obligaban a nuestros brazos
a ser amigos de sueros y calmantes
Cada vez que volvíamos de ser abiertos
seguíamos jugando
y entre mareos posteriores al sueño anestésico
nos contábamos del tiempo
anterior a la morfina
y a las cicatrices
de nuestras casas con sábanas dibujadas
de nuestro propio televisor
de las peleas con hermanos sanos y ausentes
que no dejarían entrar
No llorábamos por las heridas
ni por las enfermeras
ni por el constante perforar de pieles
no acostumbradas a ser cuevas de catéter
ni por la comida que ingeríamos sin molestar
o la continua carencia de padres
Llorábamos por las noches
por el niño nuevo de la cama de al lado que lloraba
que se iría en uno o dos días
que nos recordaba la obligación del llorar.