
Dionisio Cañas nació en Tomelloso (Ciudad Real) en el año 1949. Vivió en Francia nueve
años y residió en Nueva York desde finales de 1972 hasta el 2005. Es catedrático retirado de la City University of New York. Sus libros más importantes son: El fin de las razas felices (1987), El gran criminal (1997) Corazón de perro (2002), En caso de incendio (2005), Videopoemas 2002-2006 (2007), Y empezó a no hablar (2008), Lugar. Antología y nuevos poemas, edición de Manuel Juliá (2010, traducido al árabe, El Cairo, 2014), Los libros suicidas (Horizonte árabe) (2015) y La noche de Europa (2017). También ha publicado varios libros de ensayos: Poesía y percepción (1984), El poeta y la ciudad: Nueva York y los escritores hispanos (1994, 2ª Ed. corregida y aumentada 2021), Memorias de un mirón. Voyeurismo y sociedad (2002), en colaboración con Carlos González Tardón, ¿Puede un computador escribir un poema de amor? Tecnorromanticismo y poesía electrónica (2010, traducido al árabe, El Cairo, 2014), y Un viaje hacia El País Invisible: sufismo, erotismo y la búsqueda del Yo (2018). Y además, sobre temas manchegos, publicó en 1992 (2ª ed. corregida y aumentada, 2020) Tomelloso en la frontera del miedo (Historia de un pueblo rural: 1931-1951), y en el año 2011 El espíritu de La Mancha.
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A mis 75 años son muchos los viajes que he realizado, pero el más largo y extenuante ha sido el viaje al centro de mí mismo. Cuando uno llega a su centro, lo que se encuentra es que el resto del viaje ha sido una farsa, una pantomima, una mentira piadosa que uno mismo se ha estado contando a lo largo de la vida. Solo desde ese centro puedes ver tu larga existencia del mismo modo que cuando se sube a lo alto de una montaña y uno mira lo que ha dejado atrás como una masa informe de rocas, piedras y arenas que, vista desde lejos, son semejantes a la piel de serpiente de todo el pasado, de una travesía en la que nunca has llegado a lo más profundo de tu yo, de tu ser más íntimo y verdadero. ¿Tu yo más íntimo y verdadero? Esta certeza es igualmente falsa; produce incertidumbre.
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¿Mereció la pena hacer este largo viaje, esta penosa subida llena de autoengaños, traiciones, alegrías y sufrimientos? No lo sé. Ahora es ya muy tarde para lamentarse, solamente puedes describirla como si fuera la vida de otro, la existencia de un ser tan ajeno a ti que, visto desde ese centro que has conquistado parcialmente con la edad, te parece simplemente deplorable, amargamente falso. El único mérito que has tenido es el de reconocer que has llegado a al centro de ti mismo, a tu verdad (¿a tu verdad?), a este lugar desértico, despoblado, a este descampado silencioso desde el cual escuchas el ruido del mundo, de tu mundo, y el de la vida, de tu vida pasada, como una música prestada o la remota canción monótona de tu tribu, como la fanfarria de una fiesta lejana, del pequeño calor que deja un cigarrillo al consumirse y convertirse en ceniza; una ceniza que se dispersará sin dejar trazas de ti sobre la tierra.
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Yo nunca supe escribir, a pesar de lo que ahora estoy escribiendo a mano, sino que poseído por no sé qué otro yo que llevo dentro, repentinamente (como en este momento), la escritura fluye sin miedo, naturalmente, como un manantial escondido que brota en mitad del campo y empieza a recorrer la tierra en búsqueda de algún río que lleve su agua al mar sin que nadie pueda detenerla. Lo que quiero decir es que mi mejor poesía no es mía, sino de ese otro yo oculto que no controlo y que, despreocupado del mundo que le rodea, va soltando palabras como un caracol que va dejando por el suelo una baba de signos, de imágenes, a veces indescifrables para mi yo consciente, ese yo en forma de lector de mí mismo que es el que decide publicar lo que ha escrito el otro yo que llevo oculto, que escribió lo que escribió casi sin saber lo que estaba escribiendo y que ahora que he llegado a mi centro me dice: “Aquí estoy, te hablo a ti, me dirijo a ti, Dionisio Cañas, para decirte que en verdad he existido siempre dentro de ti desde aquel momento en el que un maestro de lengua, en tu infancia, te sacaba a la pizarra para que escribieras una frase que él te dictaba. Tú cometías tantos errores de ortografía que todos los niños se reían de ti. Allí, en aquel momento, en aquella escuela de Linares, está el origen de mi ocultación, de todos tus males, de toda tu rabia, de toda tu debilidad mientras yo me escondía para siempre dentro de ti, en ese centro que ahora has descubierto. En aquella enorme pizarra negra, en aquella tiza blanca que temblaba entre tus dedos mientras que tus compañeros se reían de ti estoy yo. En las bofetadas, los palmetazos, los correazos que tu maestro te daba estoy yo, en tu llanto escondido que tú guardabas para cuando estabas solo o para cuando tu madre te acogía entre sus brazos y te daba su calor como si nunca hubieras salido de su vientre, allí estaba yo, tú centro, tu verdad escondida que ahora se te ha revelado cuando has llegado a tu vejez. Has tenido que abrir las 8 puertas de la noche, de tu noche, de la noche de tu mundo, para llegar a saber que toda tu vida ha sido una enorme mentira y que ahora, precisamente cuando estás más cerca de la muerte, puedes empezar a vivir tú auténtico yo”.
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¿Mi auténtico yo? ¿Y cómo saberlo? No tengo herramientas para hablar de la certeza sino a través de la duda y de los ciervos. En La Mancha ha empezado la caza del ciervo. Estoy metido en una espiral de palabras que arden a la vez que se van escribiendo. Me persiguen esas letras que se borran a sí mismas, “haciendo tiempo”. ¿Haciendo tiempo para qué? Nada nuevo puedes ya esperar que no sea ese silbido del viento que ahora te acaricia y sabes que es verdad, que no es otra de tus mentiras. El ciervo te mira desde lejos y el cazador acecha. No hay nada más verdadero que la mentira porque toda verdad es relativa, un defecto de la percepción de la realidad; la mentira es autoconsciente, sabe que es mentira, que es lo que es, pero la verdad es siempre una duda. El ciervo sabe que va a ser asesinado. Tú prefieres abrazarlo, besarlo, liberarlo de su esclavitud de ciervo para ser cazado y comido. Con tus uñas le arañas el rostro al cazador furtivo, le quitas su cuchillo y se lo clavas en el corazón. Eres violento, ya no tienes dudas, el ciervo te lo agradece y se aleja por el monte mirándote; su mirada es tu única certeza.