
Niria Rosa Suárez Arroyo es Historiadora, profesora e investigadora en el área de los Estudios Culturales, de la Universidad de Los Andes, Mérida/Venezuela. En el campo literario, se inscribe en la narración (cuentos, relatos, novela), entre la memoria y la ficción. Ha sido premiada en concursos literarios por sus relatos: “No fue una conversación cualquiera”. Editorial Benma, México. 2018; “Voces”. Relatos en Femenino. Buük Editorial. Madrid. 2019; Plexo Solar. Concurso de Microrrelatos. Fundación Círculo Creativo. Burgos. 2020. Tiene publicados tres libros de relatos: Nubes de Arena (FB/Letralia, 2022), Diario de una mala escritora (Letralia/FB, 2021), Huye de las ardillas (Ediciones Azalea, 2022). Publica en Palabra y Verso, Transtextos, Donatexter_oficial, Infonortedigital.com Perfil en redes: Facebook: Niria Suárez, Twitter: @niriaarroyo, Instagram: niriaarroyo_relatos_lecturas.
Fragmento tomado de Nubes de arena. Letralia/FBlibros, 2022
Habla el cuerpo
Estoy en esa edad en la que el cuerpo me habla. Posiblemente siempre lo hizo, pero esta vez lo escucho. Es más, dialogo con él, aunque debo admitir que no siempre es un diálogo sereno y placentero, sobre todo cuando se empeña en hacer funcionar casi de manera incisiva a la memoria; entonces le riño y protesto porque lo que más me apetece en esta lenta vejez es pasar de mí. Evocar el pasado puede convertirse en órdago, una trampa para saldar cuentas con nosotros mismos. Murmullos que acorralan, imágenes en slide que vienen impúdicas y desafiantes. Por fortuna viene en nuestro auxilio la escritura, que es en toda forma una escritura de sobrevivencia. Esa escritura convertida en una presencia en gerundio, que por momentos pone freno a esos moscardones zumbantes que atacan nuestros oídos y, por fortuna también, ha venido a suplantar al espejo. Ya no me miro en él, a no ser para eliminar restos de depilatorias caseras hechas casi a ciegas por culpa de lentes vencidos, pero nunca para mirarme de cuerpo entero y menos desnudo. No me detengo a ver mis ojos que ya van asomando esa mirada —como de quien viene de presenciar el horror— que muestran los ancianos. Pero la verdad sea dicha, no estoy siendo sincera porque si hay algo que admiro y valoro en este acercamiento acompasado pero decidido a la vejez es la imperfección. Se lo digo a mis hijos siempre, no busquen la perfección, porque si la logran ya no hay nada más que hacer, nos tendríamos que cruzar de brazos; en cambio, al formar parte de un universo que no es estático, donde todo se mueve, o evoluciona, o migra, o muta, pues la imperfección la hacemos mover hacia lo perfecto y lo mejor de todo es que en ese tránsito bajamos decibeles a la ansiedad, a la carencia, al desarraigo y a lo que sea que perturbe el pensamiento.
Cuando somos jóvenes pasamos de la noción del tiempo en tanto que entidad filosófica, pero, aunque parezca paradójico, nos ocupamos de controlarlo y manejarlo para sacarle el máximo provecho. No pensamos en el tiempo en abstracto sino en cómo llenarlo. Es ese su valor más consciente: el tiempo lleno.
Las mujeres anteriores a mi generación lo tuvieron claro, no se lo pensaron mucho y fue cuando decidieron/decidimos que para llenarlo había que casarse como manda la tradición y la sana costumbre. Pues algunas de nosotras sí que sucumbimos al orden establecido, pero al creernos modernas quisimos ir más allá y eso sí que te hace caer no en el tiempo lleno sino en el diletante. De manera que nos hicimos expertas en distribuir y planificar todo tipo de actividades entre casa, hijos y trabajo. Nos sentimos lindas, esposas atentas y señoras que quisimos todo y sin darnos cuenta comenzamos a desarrollar el síndrome de Diógenes. Apasionadas y creativas, nos convertimos en jardineras, tejedoras, costureras, cocineras; nos asomamos al arte, a la música, al protocolo del arte de la mesa; llenamos las gavetas, vajillas, manteles, cristalería que guardábamos en cajas que terminan en depósitos a la espera de ocasiones especiales o dejarlas en herencia a nuestros hijos para perpetuar nuestra seña de identidad. Siempre pensando en el futuro y resulta que lo verdaderamente magnífico y especial está pasando en el día a día, mientras nos quedamos esperando una vida perfecta, sin apenas vislumbrar el riesgo que corremos de llegar a la vejez por asalto, sintiendo que hemos caído en el fondo del embudo cuando en realidad estaríamos entrando en la mejor etapa de nuestra vida.
Mi cuerpo no habla desde la amargura, ni del desdén y mucho menos desde la ironía; habla desde los sesenta años, sobreviviente en un país tan agotado y golpeado como mis rodillas, pero ahora decido por mí, mientras que mi país está entrampado, pero eso es otro tema. Digo que simplemente habla un cuerpo que pide descanso, no parálisis, porque si tuviera otra edad, ahí estaría en la cocina inventado sabores y texturas, buscando telas para remozar los cojines, fertilizando el jardín, tomándome al atardecer un vermut bien frío, pero ahora el cuerpo pide soltura, flotar en aguas perfumadas de jazmines, dejarse llevar por el silencio y la diligencia de las hormigas y, ya que estamos en confianza, diré que este cuerpo comenzó a pedir ser escuchado desde y para la libertad, poco después de haber cumplido 60 años, un día en la cocina. Ocurrió una mañana. Estaba hirviendo trozos de yuca para hacer bastoncitos empanizados de acompañamiento de una muselina de espinaca, para lo cual la yuca debía mantenerse firme y suave; tenía todo calculado, organizado y planificado hasta que la yuca se deshizo en una masa amorfa e inatrapable, pero logré controlar la frustración, inspiré, espiré y ya estaba resuelto, los palitos serían ahora puré que llevaría al horno con queso fundido y puntas de espárragos. En ese momento me convencí de que la identidad se define en la manera en que nombramos las cosas, y por lo tanto les ofrecería a mis amigos un gratén de tubérculos del Turbio[1] que ellos adorarían agradecidos.
[1] Río del estado Lara, Venezuela