FERNANDO VANEGAS (San Cristóbal, Venezuela 1993). Licenciado en Español y Literatura en la Universidad de Los Andes. Ganador del Primer Concurso estadal Juvenil de Cuentos (Táchira, 2010). Tercer lugar en la mención de poesía en el concurso Explosión Cultural Bicentenaria en conjunto con Josué Calderón y Jesús Montoya por el poemario Once poemas en los cuadernos de noviembre (Caracas, 2011). Ganador del Premio DAES de literatura en la modalidad cuento y poesía (Universidad de Los Andes (Mérida, 2011). Es integrante y cofundador del colectivo literario Los Hijos del Lápiz. Fue invitado al Primer encuentro Literario de Jóvenes Creadores (Falcón, 2012), y al Festival de Poesía de Maracaibo (Zulia, 2012). Ganador del Concurso de escritores noveles de la editorial Simón Rodríguez en la mención de cuento con Cuadrilátero (Táchira, 2012). Obtuvo una mención de honor en el Concurso de cuento de los Circuitos culturales 2012 de la Dirección de Cultura del estado Táchira (Táchira, 2012).
Corta y letal
[…] la respuesta es clara y precisa: nunca la obtendremos.
Manuel Lozano Leyva
Casi lograrlo, pero no lograrlo, a veces esa es la forma que toma el miedo. Estar a punto de llegar y que suceda lo peor, que de pronto la calma signifique algo, como si antes de partir ya supieras que sería imposible llegar, y quizá lo sé, quizá en el fondo siempre he sabido que la carretera no tendrá fin, que todos los destinos son imposibles. No sé si me entiendan.
En ciertas ocasiones basta mi expresión de puerta cerrada para disuadir a los viajeros que me acompañan en la travesía de sentarse a mi lado. Sin embargo, esto no siempre es así. La verdad es que pocas veces sucede. Como ahora, que tengo a esta dulce señora conmigo intentando sostener una charla que a todas luces no prospera, pero ella insiste, insiste tanto.
El autobús hace una parada en una estación de servicio. Tenemos poco más de media hora para descansar, comer, ir al baño y todas esas cosas que hacen los viajeros cuando se detienen. Aunque sé que es imposible quiero que el viaje continúe, quiero llegar lo más pronto posible y dejar atrás la angustia de estar aquí. Me duele el hambre en el estómago, miro las vitrinas y reviso mis bolsillos falsamente esperanzado en encontrar algo de dinero, pero no hay nada, así que desisto, tomo un sorbo de agua y cojo el libro que llevo en el bolso con la triste ilusión de que la lectura me quitará el hambre.
No encuentro dónde sentarme, solo hay un lugar vacío junto a la señora de la que hablé antes, que me sonríe desde una mesa y me invita a acompañarla. Yo miro a otro lado como si no hubiera visto su gesto, concentrado en buscar una forma de pasar el rato. Salgo del restaurante y me siento en el borde de una acera. El cemento está hirviendo y apenas hay sombra para resguardarme. Pienso que a fin de cuentas nada de eso tiene importancia, así que regreso al libro. Paso los ojos por las páginas intentando borrar todo lo que me acosa —el calor, el cansancio, el terrible aburrimiento—, y de a poco lo voy consiguiendo: me sumerjo en algo que ocurre lejos de aquí, de este espacio, de este tiempo, me alejo de todo, excepto del hambre que aguanta cualquier distracción. Reviso el bolso otra vez con esperanza. Consigo un viejo caramelo de miel cubierto por algunas hormigas muertas, víctimas de la seducción del dulce, y, sin pensarlo demasiado, me lo echo en la boca y empiezo a chuparlo mientras prosigo con la lectura.
Ahora, en este punto en el que me encuentro sentado leyendo un libro cuyo nombre no diré porque poco tiene qué ver con ustedes, creerán que en esta historia sucede lo que siempre pasa cuando se viaja. De pronto estarán seguros: dirán que aquí no hay sorpresa posible, mirarán a los lados y se preguntarán a dónde va todo esto. Quizá algunos, poco creyentes del poder de una página que apenas empieza, se verán tentados a cerrar el libro o, lo que sería peor, a proseguir con la historia siguiente dejándome de lado sin importar que vague eternamente en ese instante en el que se detuvo mi viaje. Pero atentos, no caigan en el error, permítanme proseguir, confíen en quien les habla.
El chirrear de unas ruedas que queman el asfalto me sobresalta. Levanto la vista y veo que una minivan acaba de estacionarse al lado del surtidor de gasolina. Pienso que será inútil, quizá no vieron el aviso anunciando que no hay combustible. Sigo leyendo, olvido la minivan y el asfalto caliente, hasta que escucho el rítmico movimiento de unos tacones viniendo directo hacia mí. Es un mariachi. Lleva en la mano izquierda una botella de cerveza y en la derecha su sombrero charro, me descubre mirándolo y sonríe, se contonea disfrutando de su falsa realidad mexicana. Pasa a mi lado sin decirme nada, solo sigue sonriendo mientras me observa y se mete al baño de caballeros, unos cuantos metros a mi derecha.
Son personas peculiares los mariachis, cuando niño mi madre me dijo que eran músicos fracasados adictos a la fiesta. Todo músico debe ser adicto a la fiesta. Toda música es una fiesta. Toda fiesta es un fracaso.
Quizá yo debí ser mariachi.
Vuelvo a mirar la minivan, se bajan más falsos mexicanos, seis para ser exactos, me fijo en la parte trasera del vehículo y leo: Mariachi Sol de Michoacán, en letras doradas sobre un paisaje desértico. Ninguno de los seis me mira, están debatiendo qué hacer con la falta de combustible, azuzados por el ánimo de las botellas de ron que los veo sacar de la minivan y dejar en el suelo. Parecen no llegar a una conclusión.
Tan bello que está, que dios me lo cuide, papito, escucho decir a una voz ronca pero melodiosa al lado de mi oreja. Por alguna razón no me alarmo, volteo lentamente y veo al primer mariachi sonriéndome. No le digo nada, no me dice nada. Se pone el sombrero y camina hacia sus amigos mientras silba una canción que estoy seguro de conocer. Cuando llega le dice algo a sus compañeros. Un instante después todos los mariachis me están mirando: sentado en la acera, sudado, con un libro sobre las piernas y chupando un caramelo que hace rato ya me está dando asco. Yo los miro de vuelta, protegido por la engañosa intimidad de los lentes de sol y, solo para ponerle aventura a todo esto, les sonrío. El mariachi que me habló da una carcajada fortísima y me lanza un beso. De algún lugar sacan otra botella pero no alcanzo a ver de qué es, echan un chorro de licor al suelo, me ven por última vez y se marchan haciendo chirrear de nuevo las ruedas sobre el asfalto.
Yo por mi parte abandono la lectura mientras sonrío en la soledad de mi acera por lo que acaba de pasar. Voy al baño, me lavo la cara y salgo justo a tiempo para abordar el autobús.
El viaje debe continuar.
Se consume el camino, voy pensando en la canción que silbó el mariachi, pienso en lo que me dijo y me pregunto qué sentido tiene todo aquello, si acaso tiene uno. A dónde me lleva esa canción y los buenos deseos de un músico triste, borracho y desconocido. Quizá hay cosas que no significan nada, concedo, quizá pienso en todo esto solo para ayudarme a gastar el tiempo, a mantener la mirada perdida al otro lado del cristal, y levantar con ello el silencio necesario para alejarme de la dulce señora que me acompaña y que sigue insistiendo en hablarme.
Pasan las horas, a ratos duermo, a ratos despierto y sigo cuestionándome. Estoy seguro de conocer la canción, es más, casi puedo asegurar que la sé de memoria, que en las noches de borrachera la he cantado con mis amigos bajo el cielo de cualquier ciudad venezolana. Paseo la memoria por el registro de todas las rancheras que alguna vez he escuchado y ninguna encaja en el ritmo lento y golpeado del silbido de aquel mariachi. El chofer enciende la radio. Como si existiera el destino, mientras pasan las emisoras, suena un instante de la canción y doy con la respuesta: no era ranchero aquel ritmo, era norteño, de esas canciones llenas de acordeón y mala suerte. Dicen que venían del sur, en un carro colorado. Tarareo satisfecho al tiempo en que se detiene el autobús a un lado de la carretera.
Veo por la ventana y me consigo con un puesto de vigilancia de la Guardia Nacional. Nos hacen bajar. Cada quien coge su equipaje y nos ordenan en fila para irlo revisando, uno por uno, pacientemente, jugando con la tranquilidad de los viajeros.
Quedan tres personas para que sea mi turno, miro a los lados. Dicen que venían del sur, en un carro colorado. No alcanzo a recordar más de esa vieja canción, me pregunto cómo termina, parece que fue hace tanto que la sonrisa del mariachi me habló del futuro y me deseó suerte.
Paralela a mí está la dulce señora. Ya no insiste. La miro y le pregunto si cree en las señales del destino. Ella me mira, no responde, luego dice que sí, que el destino está escrito. Yo le sonrío, me disculpo por haber sido tan grosero antes, le digo que ha sido un mal día para mí, que estoy algo estresado, algo preocupado. Ella me dice que no me disculpe, que aún nos queda viaje para charlar un poco. No le contesto. Mientras me acerco a la mesa donde minuciosamente revisan el equipaje voy pensando en el destino, voy cruzando los dedos rogando porque los buenos deseos de aquel mariachi se cumplan, que Dios me cuide, que sus palabras no sean mera literatura y sirvan de algo, cruzo los dedos para que las cosas no signifiquen nada y no existan las señales para adivinar el futuro, porque la dulce señora se equivoque y nada esté escrito.
Un guardia me señala, me pide que abra el bolso. Me toca a mí ahora y eso es todo, no podré decir nada más mientras los ojos del militar van recorriendo el interior de mi equipaje y yo aprieto los dientes hasta casi partirlos. No podré decir nada más, es cierto, pero recuerden que esta es una historia letal, corta y letal, y he ahí el final que siempre supimos.