
JOSÉ ANTONIO RAMOS SUCRE
Por Ida Gramcko
Poseidón Editores inicia sus publicaciones con un libro original de José Antonio Ramos Sucre. Este libro, que contiene cartas del poeta y un magnífico trabajo de Tomás Eloy Martínez, titulado: “Retrato del artista enmascarado”, trae fotografías de Ramos Sucre, de su hermano, sus antecesores, su prima, la reproducción de su delicada y florecida tarjeta de beutismo, y notas que son fruto también de la estabilidad lírica de Martínez. Ha sido diagramado con conocimiento de la riqueza poética por Lourdes J. González. Su edición es una manera de rescatar la belleza y el bien de toda obra de arte, virtudes que defiende empecinadamente y con juicio selecto la directora de la editorial: Kalula Nery. El libro tiene un color amarillento, como del tiempo del ayer, un color atezado claro como el de la frente y las manos, aún más estilizadas por la palidez, del poeta deseperado, del poeta mucho más que triste.
El prólogo, que es el estudio realizado por Martínez, y las cartas, nos van señalando el derrotero dramático seguido por el artista. Es muy, pero muy doloroso atravesar las páginas de esta suerte de breviario titulado con el nombre de José Antonio Ramos Sucre.
En la primera carta, a José Silverio González Valera, Ramos Sucre escribe, en un día veinte de diciembre, lo siguiente: “Yo anhelo visitar a Cumaná, a donde haré trasladar mis huesos el día que muera”.
Cercano al sabor a manzana, y a pino de la noche-buena, al olor a paja del pesebre, Ramos Sucre piensa en la muerte y no en la eterna vida de la que fue una manifestación un niño. Desde ahí podemos iniciar el hilo oscuro que nos irá llevando, anhelosamente, a través de su trágico epistolario. En la carta inicial a su hermano Lorenzo, el poeta le dice: “Te conviene vivir dentro de las cuatro paredes de tu casa”. Esa soledad, que él vivió enteramente, no quiere abris sus puertas ni a la sonrisa de la inocencia y del amigo. En la segunda carta a Lorenzo, el poeta le indica: “Otra cosa, sé muy moderado al escribir, no incurras nunca en exageración, en desproporción”.
Ramos Sucre, quien ansiaba la serenidad en lo viviente, la recomienda en lo escrito, (la moderación puede conducir a lo sereno) y él mismo no la pudo cumplir. Su obra está admirablemente trabajada, su estilo es un escrúpulo ante lo directo, lo llano y lo simple, su creación es la de un gran generador, mas rara vez no encontramos en su expresión la hosca presencia de la persecusión y el peligro. Toda rezuma una fragilidad descorazonante. Todo es fruto sedoso y casi condenado antes las fauces frías del exterminio. Ramos Sucre se salva como poeta, quiero decir como hacedor, como presencia de vitalidad, por su dulce Beatriz, y su vibrante colorido, casi empedernido en sus matices. Pero murió como nadie desea morir. Era muy lógico en sus señalamientos con relación al estudio. Mas ya nos damos cuenta una vez más de que la lógica y raciocinio no son las vías para recobrar lo salubre. La reflexión ayuda pero está al servicio de la voluntad y la conciencia. Ramos Sucre incurrió en la exageración y en la desproporción, pues, concedió una importancia mayúscula a la muerte, acaso sin pensar que ésta podía ser otra manera de vida. Exageró el problema. Desproporcionó el tinte sombrío. Padecía, es cierto. Lo exagerado y lo desmesurado del conflicto (él lo veía así) lo llevaron a olvidar el temple ante lo vivo. Torna a decirle a su hermano en otra carta: “Evita a toda costa las emociones y las incomodidades y la prisa”. Se está dando indicaciones así mismo. Se guardó del mundo, casi se emparedó, desoyó los alegres sonidos del alba, el susurro de la hoja, el querido laúd de una voz cercana, pero los fantasmas nocivos atraviesan los muros y si el hombre no decide, en un acto supremo, perseverar y no concluir, se es víctima de la espectral visita. “El desequilibrio de mis nervios –confiesa– es un horror y sólo el miedo me ha detenido en el umbral del suicidio”. “La humanidad bestial –escribe en la misma carta– no veía que el mal humor venía de la deseperación del encierro y de no tener a quien acudir”. Acudía a sí mismo, pero no se encontraba. No dudaba de su valor estético, pero su criatura no surgía por encima de la herida. “Nadie me amó, y yo menos que nadie”, expresa en una nota siguiente a esta carta. En una de ellas, llena de suavidad y de dolor, a su prima Dolores Emilia, a quien parece haber amado como a una cálida cercanía, dice que “las hermanas de este sanatorio advirtieron desde un principio mis horribles insomnios y me rodearon dos noches con aromas hasta el alba”. Insomne, y no despierto para afrontar el vivir que, desde luego, es duro como piedra en la boca, pero que puede ser sobrellevado con atento calmoso albedrío. “Yo no sé cómo me alcanza el cerebro para escribir una carta”, cuenta luego a su prima. No era el cerebro, no. Era la emotividad sin rienda, en un autor que, como él, puso tanto rigor en su palabra, dirigiéndola a una manifestación de exquisito laconismo. “Yo no sé cómo estoy –refiere en otra carta a su prima–. Pero te aseguro que no siento miedo a la muerte”. Teme, antes, sin embargo, al suicidio. Teme la pérdida de vida y de vitalidad. Quiere sobrevivir, enmendarle la plana a lo fúnebre. No lo consigue, humanamente. Criatura con edad interior muy breve, lleno de poderío intelectivo, organiza sus dotes sensibles en un decir airoso, y doliente también, pero este orden no le redime en lo existencial. “Te advierto que mis dolores siguen tan crueles como cuando me consolabas en Caracas. Yo no me resigno a pasar el resto de mi vida ¡quién sabe cuántos años!, en la decadencia mental. Toda la máquina se ha desorganizado. Temo muchísimo perder la voluntad para el trabajo… Todavía me afeito diariamente. Apenas leo. Descubrí en mí un cambio radical en el carácter. Pasado mañana cumplo cuarenta años y hace dos que no escribo una línea”. Escribió sanamente cuando dijo: “Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la Luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor”. Es cierto lo que se ha dicho: no hay poesía negativa.
Publicado en la columna Cero a la derecha del diario “El Nacional”
3 de junio de 1980