Fedosy Santaella (Puerto Cabello, 1970). Ha publicado con editoriales como Alfaguara y Ediciones B. Sus dos novelas más recientes, Los nombres y El dedo de David Lynch, fueron editados por Pre-Textos (España). En 2009 fue becario del programa internacional de escritura de la Universidad de Iowa. En 2010 quedó entre los diez finalistas del Premio Cosecha Eñe de España. En 2013 ganó el concurso de cuentos de El Nacional (Venezuela). Ese mismo año estuvo entre los nueve finalistas del premio de novela Herralde. En 2016 se hizo acreedor del premio internacional Novela Corta Ciudad de Barbastro. En 2018 publicó el libro de poemas Tatuaje criminales rusos (Oscar Todtmann Editores). En 2019, publicó su libro de ensayos Gabinete del ocio (Abediciones) y Retablo de plegarias (El Taller Blanco Ediciones, Colombia). En 2020, publica El barco invisible, también con Oscar Todtmann Editores. Algunos de sus textos han sido traducidos al chino, al esloveno, al japonés, al ruso y al inglés.
Pájaro de mar por tierra
Cenábamos en el comedor cuando escuchamos que alguien abría la puerta. Nos miramos y, aunque en realidad no hacía falta, cada una, en silencio, sacó la cuenta: estábamos las cuatro, estábamos completas.
Su llegada tuvo un aire familiar, de vieja rutina nunca olvidada, de movimientos y gestos de cuando volvía de sus viajes, o misiones, como él solía llamarlos, con su sobretodo, la maleta en una mano y las llaves en la otra, caminando con paso distraído, grande y de movimientos un poco torpes, como de niño que ha crecido demasiado.
Se veía más viejo, canoso, y en esta ocasión no llevaba la maleta ni el gabán (usaba ahora una inusitada camisa hawaiana), pero sí el juego de llaves, quizás un tanto más abultado, y que guardó, como solía hacer, en uno de los bolsillos delanteros de su pantalón justo antes de levantar la mirada.
Se detuvo en seco y nos miró como quien busca recordar un pensamiento perdido. Dirigió su atención a los lados. A la derecha, su colección de recuerdos comprados durante aquellas misiones, la mayoría baratijas turísticas con nombres de ciudades o de estados, y a la izquierda, el perchero vacío donde solía guindar su paraguas y aquel viejo gabán, que él solía decirnos que era su capa de súper héroe. Cuando nos miró de nuevo, pudimos ver en su expresión que las piezas habían vuelto a su lugar. Entonces levantó las manos y las dejó caer sin escándalo sobre sus muslos, produciendo apenas el sonido de dos leves palmadas sobre el pantalón.
—Pero… ¿y la fuga de gas… la autopista? —dijo mamá, como doliéndole cada palabra.
—Ah, sí… la tubería —respondió con tono cansado—. Pensar que de vuelta pude estar circulando por allí… —hizo silencio, su mirada estaba como en otra parte. Luego dijo—: Eso me hizo pensar muchas cosas, ¿saben?
Mamá comenzó a llorar, recta, digna, sin teatralidades. Elisa dijo «papi» con su vocecita de niña de tres años cuando en verdad tenía catorce. Lo dijo, dijo «papi», casi como un suspiro de alivio y quizás por una profunda necesidad de materializar aquella palabra. El rostro de Marta, que en aquel momento ya tenía dieciocho, se había oscurecido; creo que también estaba a punto de llorar, pero con rabia. Yo, que había estado con papá durante más tiempo que mis hermanas y lo recordaba con mayor claridad, no sabía bien qué experimentaba. En mí se removían la alegría, el desconcierto, la furia y el dolor.
—Disculpen —agregó entonces—. Me equivoqué de ruta.
Se encogió de hombros, intentó una sonrisa y volvió a meterse las manos en los bolsillos. Sacó de nuevo las llaves y lo vimos girar, darnos la espalda e ir hacia la puerta. La abrió, salió, cerró y lo escuchamos pasar el seguro de la reja, una, dos, tres veces, tal como había acostumbrado toda la vida.
Nos quedamos inmóviles por un par de minutos. Luego volvimos a concentrarnos en la cena, calladas, como si nada hubiera pasado. Mamá había dejado de llorar y en sus labios se asomaba una sonrisa. En los nuestros también se hacía lugar cierto pliegue luminoso. No era para menos: acabábamos de descubrir que nuestro viejo héroe recorría otras rutas, pero que, definitivamente, no había muerto en su última misión.
Que descripción emocional tan certera y sin palabras!