Foto por Liwin Acosta
JOSÉ MANUEL LÓPEZ (Caracas, Venezuela 1990) Escritor y músico. Licenciado en Letras mención Historia del Arte (ULA), mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana. Magister y Doctor en Filosofía por la misma universidad. Premio de Poesía “Gelindo Casasola”, en el marco de las jornadas de creación literaria de la escuela de letras (ULA-2010). Algunos de sus poemas han sido publicados en antologías locales e internacionales como la del 5to Festival Mundial de Poesía (Mérida, 2008). Publicó la plaquette Réquiem (LP5 Editora, 2014), con el libro La Liturgia gana la primera mención del premio (DAES- ULA, 2014). Es Co-fundador del Grupo de Difusión Poética Audiovisual Altavoz. Publica el libro El Jardín de los Desventurados (La Poeteca de Caracas, 2018). Ganador del Concurso, Ecos de la Luz (2019). Su más reciente libro es Relicario (LP5 Editora, 2020).
Lectora de Distopías
Nosotros fuimos los últimos en padecer los síntomas: Fiebre, dolor de garganta, tos seca, conjuntivitis, diarrea y presión en el pecho. Solo nos quedaba estar conectados al respirador artificial.
Nuestro último encuentro fue a la espera de un concierto. Algo de rock, de metal y un poco de cannabis. Nos gustaba la banda jinjer ¿sabes? El día que nos conocimos sonaba pisces
Step forward and meet a new sunrise
A coward is shivering inside
Today I’ll be a friend of mine
Who swallows suffering with smile
I drew a different reality
With unconditional loyalty
Ego hardly can be piqued
‘Cause I’m selfless
Desde entonces la melodía y la letra de esa canción suenan en mi cabeza reiterativamente. Me hablaste sobre este tema incluido en su álbum Kings of Everything. Recuerdo que la escuchamos en mi casa, mientras hablábamos de la primera vez que fui a un concierto. Vi a Megadeth en un Gillmanfest, pero es mejor no hablar de lo sucedido con Gillman, su traición al rock, y a sus seguidores, ni sobre cómo personas como él destruyeron a Venezuela. Qué te puedo decir, es difícil ser jóvenes cuando una peste acecha. Un virus aniquila en una situación como la nuestra, poco a poco se desvanece la geografía, los límites entre un continente y otro. Nos van quedando solo pedazos del mundo, de nosotros. Mucho más complicado es que nuestros padres no puedan estar cinco minutos sin pelear porque no hay comida, ni dinero, o porque la casa está sucia. Es insoportable su separación – sobre todo cuando a alguno de los dos le importa el otro. Llegamos tarde a visitar los supermercados, observamos los anaqueles desnudos. Nos vimos obligados a dar las claves de nuestras cuentas con temor a no tener dinero o a que bloquearan las líneas bancarias y no poder comprar alimentos. Como medida de protección, decidimos ir los tres a cenar: tu madre, tú y yo. Así compartimos los nervios, el temor, los gestos, el afecto. Es extraño ¿cómo sanar la peste?
En la noche cenamos en un restaurante de comida árabe. Había una chica con espíritu hechicero diciéndole a su compañero –se hacían gestos eróticos- que los virus son la representación fidedigna de la enfermedad auto limitada, en donde el médico deja que el cuerpo sea quien solucione por sí solo el cuadro clínico.
Luego de dos semanas, el sábado bien temprano nos encontramos en el supermercado cerca de tu casa –por estar ubicada al lado del seguro social no quitaban la electricidad y yo iba para ayudar, para verte, fijarte en mi memoria. Ese día compramos vegetales, algo de carne y frutas. Hicimos una larga, numerosa y distanciada cola. La gente desesperaba porque pasaban los días, la comida en los supermercados cada vez era menos. Cuando salimos no había transporte público. Los buses solo trabajaban de 6 a 9am y de 3 a 6 pm. En medio del virus las calles estaban apagadas, solo se escuchaba el viento mover los árboles. Cada esquina resonaba con el fulgor de un aliento olvidado, un soplo congelado en el tiempo.
Mientras hacíamos la cola para esperar el bus una señora nerviosa comentaba que «Tanto que dicen: debemos estar a un metro de distancia y no hacen caso. ¿Ustedes son tontos? ¿Me quieren contagiar el virus? En las cadenas diarias el presidente –que no es médico, difícilmente se graduó de bachiller- dice que el virus se pega por vía respiratoria. Yo no sé si alguno de ustedes está infectado. Después termino dentro de un hotel en periodo de cuarentena con otros enfermos».
-Señora –dijo uno que estaba en la cola- ¿Y cómo sabe usted si tiene el covid o no? Acá ninguno de nosotros se salva. Al principio de la pandemia decían que afectaba solo a personas mayores de 60 años. Ahora resulta que algunos jóvenes han muerto a causa de esa enfermedad.
Ante la tensión provocada por esta pregunta, nosotros no dijimos nada. Decidimos caminar hasta el apartamento. Llegamos. Por fortuna teníamos un radio viejísimo que nos había prestado un amigo. Lograba sintonizar una sola emisora. Afortunadamente ponía la música predilecta de tu madre y eso ayudaba a que encendiera 3 cigarrillos, en lugar de 5 al día. Nos distrajimos un rato con Héctor Lavoe y hasta cantamos Querida, hablamos de lo importante que es Juan Gabriel para los despechos y el enamoramiento. También decíamos: «Cuando esta peste se termine, las cosas deben ser diferentes. Es necesario un poco más de afecto. Un gesto oportuno, un músculo menos tenso».
Recuerdo que marzo fue el mes más agitado de tus pasantías en el hospital y comentaste que fue un mes terrible para todos. Dijiste: «El año pasado nos sumió en días de completa oscuridad por falta de energía eléctrica en todo el país». También dijiste: «Nicola Tesla está revolcándose en su tumba».
Al menos tú, como lectora de distopías en medio de ellas para consolarte con los personajes imaginarios, pudiste darle la gran oportunidad que uno le da a ciertos libros en un momento de su vida. Así fue como conociste al Dr. Rieux y su exquisito absurdismo, en lo que un año después, vendría a ser la razón de tu predilección por contar este tipo de historias.
«En una contraparte de mi pequeño mundo, El Estado», decías mientras yo te miraba arrobado «afirmaba que se trataba de un sabotaje magnético propiciado por los “del Norte. Después de todo, no era una aseveración tan descabellada proviniendo del imaginario colectivo de un pedazo del mundo cuyo sistema de creencias se basa en una mezcla amorfa de catolicismo-santería y mucha, pero mucha, echadera de broma» terminabas diciendo con sonrisa irónica.
También mencionabas que, históricamente, a los virus se les ha concedido poca importancia, incluso por parte de algunos evolucionistas, lo que es igual a decir que se clasifican al lado de las “gripes comunes o las hepatitis no muy fuertes”.
«Pero este año, todo ha cambiado, no solo nuestra visión científica de uno de los grandes enemigos de nuestra especie, sino también nuestro orgullo individual y colectivo seducido por la idea del mito emancipatorio que parece venir junto a la modernidad». Cuando te escuchaba decir esto, recordaba las discusiones de los filósofos contemporáneos sobre el tema. «Lo cierto es que el SARS-CoV-2, causante de la enfermedad Covid-19 ha sido capaz, en menos de un mes de cuarentena, de ponernos en un suspenso». Aquí tomabas aliento, y te ponías en actitud de profesora universitaria. «Nada que envidiar a la gente de las plagas pasadas, todos con la misma sensación nietzscheana del eterno retorno de lo inevitable. Nos ha demostrado, además, que aún queda un largo camino de divulgación científica». He aquí el tema que, junto a las religiones comparadas, te ha obsesionado desde la infancia.
Me decías que actualmente los científicos representan el gran Atlas sosteniendo el mundo. Sin embargo, ante la ignorancia voluntaria parece que más bien los convierte en un exhausto Sísifo. Los gobiernos han aprovechado la pandemia para vigilar y castigar en visión panóptica, lo que Foucault siempre concibió como su oportunidad perfecta. Semidioses del entretenimiento, deportistas, influencers versus personal de salud han sido comparados constantemente. Y la población convive entre la incertidumbre de no creer en la ciencia y la admiración de los galenos valientes con testimonios conmovedores.
Durante esas pasantías tenías que investigar frenéticamente sobre el estatus de la medicina en los países del primer mundo. Ya sabemos que en el nuestro, estamos cada vez más aislados y desconectados de la realidad. Tu apartamento quedaba al lado de un centro de Salud, y por eso allí no quitaban la luz. Revisaste en NCVI. Uno de sus artículos decía que:
«Parte de la crisis de la divulgación científica, se debe a los movimientos antivacunas y la rapidez con que la desinformación llega a cada rincón gracias a la globalización, estimulando las conspiraciones de un mundo agobiado por el castigo divino o sencillamente, por la creación malintencionada en laboratorios clandestinos de armas biológicas. Lo cual, es perfectamente posible. Pero la naturaleza es mucho más macabra que la mente humana, cuando se lo propone, y así ha sido desde los inicios de la civilización. La interferencia humana en la actual pandemia es más por omisión. Muchos científicos llevan años intentado alzar su voz en nombre de un posible fenómeno natural como este y…ha llegado el momento».
Hoy, luego de esos cuatro meses de contagio, seguimos en intriga por las vidas que el virus cobra alrededor del mundo. “Quédate en casa”, esa es la premisa que se escucha en las calles. En las noticias, el presidente y en menor medida los médicos, dicen que las personas de la tercera edad son las de mayor riesgo de contagio.
Como mi familia se había ido al campo, para yo no pasar los días en tanta oscurana y poder bañarme con agua caliente, usar el internet y compartir más tiempo contigo decidimos que me quedara por un tiempo en tu apartamento con la condición de ayudarlas a ustedes. Lo mejor era cuidar lo mayor posible a tu madre. Para hacerlo, decidimos salir tú y yo a comprar todo lo necesario para sobrevivir. Sin saber hacer mercado, comprar verduras, carne y frutas, nos tocó aprender a cocinar el desayuno y el almuerzo, eso sí, cuando había electricidad.
Comenzaron a quitar la luz en todos lados. Se prolongaban los apagones, la incertidumbre, el miedo, la hambruna. A veces en las noches, ayunábamos por la falta de electricidad. En ocasiones también dejábamos de comer al medio día porque no teníamos gas. La electricidad era una ruleta rusa, incluso para nosotros cuando nos creíamos privilegiados. Nuestros padres sufrían el hábito de no poder ver televisión ni escuchar radio. Pasaban los días, aumentaba la desesperanza, debido a los apagones. Primero duraban dos, tres, hasta cuatro horas. Luego, cinco o seis. Lentamente, se desvanecía la expectativa de tener una vida normal. Dormíamos por las tardes para matar el tiempo, mientras llegaba la luz. A veces, la conectaban a las siete de la noche, otras veces a las doce. Pasábamos las noches en ayunas y sin poder dormir.
Nos quedábamos mirando el techo, descifrando en qué parte había filtración. Era nuestra manera de pasar el tiempo. Tu madre se paseaba de un lado a otro del apartamento. Prendía un cigarrillo cada 30 minutos para intentar lidiar con la preocupación de que su salario difícilmente le alcanzaba para comprar un kilo de queso. Menos mal que tú trabajabas en una empresa norteamericana. Después de todo, los norteamericanos no son unas escorias, como lo hacía creer el presidente. Gracias a que tú trabajabas para ellos, ustedes podían cancelar el alquiler del apartamento y alimentarse tres veces al día (nunca con lentejas o leche salada, porque te causaban indigestión). Eran contadas las personas que tenían efectivo. Pero como la felicidad no existe, tu madre sufría porque no tenían televisión por cable. Solo podía ver las novelas del canal 5 o las cadenas presidenciales que intentaban cuidar al país del virus. Mientras, los médicos que trabajaban contigo te habían dicho que se habían registrado tres muertos. Toda la ciudad se enteró por unos videos difundidos por WhatsApp. Se suponía que no podía haber aglomeraciones, pero en los días permitidos la gente se amontonaba en los puestos callejeros de verduras y víveres para conseguir los productos a menor precio. El presidente había anunciado la llegada de la gasolina a las estaciones de servicio. Eso provocó una estampida. Desde la ventana del apartamento veíamos cómo las personas tardaban hasta tres días para poder cargar el tanque de su carro. Al parecer, todo el empeño por confinarse es en vano. La hambruna aumenta, la tristeza también. No hay solución. ¿Cómo sanar a la peste? Mientras llega la vacuna estamos conectados por streaming para ver el concierto último concierto de jinjer, y así poder soportar la fiebre, el dolor de garganta, la tos seca y la presión en el cuerpo.