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Sobre El ala psiquiátrica de Julio César Pol

Llegó el médicoPor Juan Pablo Rivera Como evidencian sus colecciones más recientes, Julio César Pol se ha convertido en el poeta de los espacios disciplinarios. Publicado en 2012, Mardi Gras,

Gladys Mendía 1 año ago 70
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Llegó el médico
Por Juan Pablo Rivera

Como evidencian sus colecciones más recientes, Julio César Pol se ha convertido en el poeta de los espacios disciplinarios. Publicado en 2012, Mardi Gras, por ejemplo, explora la (in)disciplina de un cuerpo entendido a la vez como prisión y paraíso, mientras contribuye a los estudios de la gordura y a la literatura puertorriqueña al exaltar la capacidad que tienen los cuerpos obesos de gozar. Pol explora esta fruición del cuerpo con el humor e ingenio reivindicatorios que caracterizan su poesía, mientras reclama los insultos dirigidos a los “gordos” y se mofa de las expectativas sociales que hacen sufrir a la gente, que no son sino cuerpos animados. Uno de los textos más emblemáticos de esa colección transforma el típico poema amatorio en un encuentro entre gorditos que, tras el sexo, acaban como donas glaseadas, ricas, “deslumbrantes” (Mardi Gras 74). El poeta se agarra del dicho popular de que “los gorditos se esmeran” y lo convierte en un poema cómico y a la vez respetuoso, innovador. Esta combinación de humor y seriedad en una misma imagen y sentencia ya forma parte del estilo de este poeta que, a través de todos sus libros recientes, recurre a la poesía concreta para realzar visualmente los temas “de peso” que trata. Difícil, según Mario Vargas Llosa, de recrear en la palabra escrita, el humor puede ser herramienta crítica, siempre y cuando no deje de regirse por lo que en inglés llaman poetic restraint, la mesura que evoca mediante imágenes y no simplemente dice. Como celebración de un cuerpo que ha sufrido, Mardi Gras es un poemario necesario, una revelación.
Pol se mueve desde el espacio presuntamente privado del cuerpo al espacio más evidentemente público del trabajo en Sísifo, de 2017. En este poemario, Pol no imagina “el trabajo” según el concepto marxista, fantasmagórico, de la labor y la producción, sino que lo reconstruye como un espacio concreto y tétrico, de cuatro paredes: el espacio de la oficina, con sus chismes y rencillas, sus estúpidas jerarquías y metas, sus depredaciones y sus cultos a los bienes y al dinero. En la versión de Pol, el peso que al mítico Sísifo le toca cargar día a día, su peñón cuesta arriba y su cruz, es el peso del quehacer cotidiano, de la rutina laboral que, jadeante y con paso entrecortado, el poeta convierte en símbolo del mundo y del tiempo perdido. En eso se nos va la vida, trabajando. Los bullies que en Mardi Gras atosigaban al gordo aparecen en Sísifo transformados en otro tipo de carcelero, el de los burócratas, los gerentes, y los colegas entrometidos y “chotas”… con quienes uno a veces se acuesta. Si en Mardi Gras el cuerpo era prisión y paraíso, en Sísifo la oficina es el infierno que regenta un demonio omnipotente, el jefe…


Acorazado con una chaqueta
Un coche europeo
Y un falo de colores
Que le cuelga
Del pescuezo

Así logra
Que se abran ante él
Todas las puertas

(Sísifo 82)

La chaqueta es coraza y, la corbata, “un falo.” Poeta romántico que, al fin, es, Pol le debe el carisma de su demonio al Mefistófeles de Goethe, irresistible como este jefe ante quien todas las puertas se abren. Este demonio no necesita rabo, porque ya tiene corbata.
Desde el espacio que es el cuerpo, el ojo crítico de Pol se transfiere a la oficina y, ahora, con El ala psiquiátrica, le echa un vistazo a un tercer espacio represivo, el del hospital. No es casual que la estructura de este poemario imite la de Sísifo, porque todos los infiernos se parecen. En este, su libro dedicado a la locura, Pol, como Virgilio en el Infierno dantesco, toma de la mano al lector y se adentra con él por los recovecos de un recinto médico, llevándolo, desde la recepción, por los pasillos hasta la sala de espera, el jardín y las habitaciones con sus “huéspedes.” Los personajes que Pol recrea aquí son aún más memorables que los de Sísifo, porque son más horrorosos. Sobresalen, por ejemplo, las imágenes de una enfermera que, para poder “bregar” con el día a día, se medica con las Valium que debería darles a sus pacientes, y una niña que decapita muñecas, como si imitara el hecho de que ella también ha perdido el seso. Tras su recorrido por el sanatorio, el lector finalmente llega a toparse con ÉL, el jefe de Sísifo convertido ahora en psiquiatra, acorazado con bata blanca y con un estetoscopio (no corbata) que le cuelga del cuello. “No se ríe,” afirma la voz poética sobre ÉL. “No se preocupa / no parece preso de ninguna / preocupación de los mortales.” Como el jefe, el psiquiatra de El ala es sublime, intocable, el fármakon que cura y mata, dualidad por la cual los pacientes “tenían con él / la misma relación que tienen / los monos con el trueno.” Pol, como en el ensayo de Maximilian Rudwin sobre los satanes literarios, sabe que el mejor personaje no es Dios, la perfección, sino el diablo, porque representa el conflicto y, sin conflicto, no hay trama, no hay literatura. El “ala” del título es, una vez más, el espacio concreto del hospital, pero también es el vuelo que, como demuestra Francisco Matos Paoli en su Canto de la locura, el delirio puede ofrecerle a la poesía, al hacer posible la fractura de un lenguaje que encorseta.
Quienes hayan seguido la trayectoria poética de Pol en los últimos años notarán que El ala psiquiátrica tiene un tono más sombrío que sus poemarios anteriores. No deja de ser un libro, en ocasiones, humorístico, pero el humor en este poemario ha cambiado, como ilustra el siguiente texto, “saco”:


caen del cráneo
granos de arroz
hasta el piso

el saco
está
roto

Como en un poema concreto (que ilustra visualmente aquello de lo que habla), en este los versos se acortan según el saco se vacía, proceso paulatino que deja al sujeto sin conocerse a sí mismo, cuestionando su identidad, ido el “arroz” cotidiano, esto es, su pensamiento y sus memorias. La imagen es ingeniosa, pero también es cáustica, porque el tipo de humor que funciona en poemarios más hilarantes no puede funcionar en este, donde Pol trata la complejidad de la mente y del sufrimiento humano con la deferencia que se merece.
Por tratarse de una situación límite que subvierte nuestras expectativas y los modos correctos en que uno debe comportarse, la locura siempre ha estado de moda. Ejemplos de “loca” antigua eran los oráculos como las Sibilas o como Casandra, la visionaria “mentirosa” a quien nadie creía. Un loco, Don Quijote, funda la tradición novelística moderna, que todavía resuena en productos culturales tan dispares como Breaking Bad, Diarios de Motocicleta, Monsters, Inc., y las novelas Barataria y Diablo guardián. Tan larga es la historia del “loco,” que todos conocemos a uno, cada municipio parece tener al menos uno, y muchos tipos de locos y locas se han convertido en clisés literarios. Está, por ejemplo, el que ama demasiado y, por eso, enloquece y, en el peor de los casos, mata o se suicida. Están las “histéricas” que, ovario errante por el cuerpo, leen demasiado, se deprimen, y empiezan a soñar con lo tradicionalmente proscrito para ellas, que no es sino lo que siempre debieron tener. Están el veterano de guerra, el adicto y la superviviente de un trauma, que son los “locos” y “locas” producto de las atrocidades del siglo XX y del presente, cuando el progreso ha demostrado que su mejor especialidad es la crueldad.
La locura, más que un concepto médico, es un concepto cultural y, por eso, expansivo, maleable. No se le encuentra en el manual diagnóstico de la Asociación Psiquiátrica Americana, sino en la televisión, en los cuentos, la poesía, los refranes y las supersticiones populares, que insisten en que la depresión es “locura,” la esquizofrenia “locura,” el suicidio “locura,” las masacres en las escuelas “locura,” la falta de litio “locura.” Como su condición hace posible que este personaje pueda zafarse de las imposiciones de la sociedad y del lenguaje, el loco frecuentemente tiene acceso a conocimientos y experiencias vedadas, como si fuera un tipo de oráculo cotidiano, un intermediario entre la humanidad y las diosas, un filósofo. Juan Bobo, el muchacho simple, era un tipo de “loco,” el ingenioso, tipo que también representa el arcano mayor del Tarot, la carta “cero” que ilustra a un muchacho vagabundo pero orondo, fuera de los límites de la ciudad, que representa a toda civilización. Al vivir alienado, afuera, excluido, el loco, como los poetas, como el emigrante, logra percibirnos mejor.
Los lectores verán que El ala psiquiátrica participa de toda esa tradición, mientras se distancia de ella de forma significativa. En primer lugar, se enfoca en el espacio físico donde la locura se maneja o se trata y, raras veces, se cura. El poeta representa, con la materialidad limitada que el lenguaje permite, los lugares, los personajes, los eventos y los aparatos que condicionan la vida de una persona que padece de enfermedades mentales. Al humanizarlos, les retorna a los pacientes psiquiátricos su dignidad, porque no trata la locura con condescendencia, sino que la desgrana y la fuerza a aterrizar, logrando que un concepto cultural ambiguo se vuelva más sólido, más específico. Con gran sospecha de las instituciones médicas, pero sin ser dogmáticos, estos poemas parecen señalar que:
• No se enferma uno “de los nervios,” ni se vuelve uno “loco.” Sí puede uno padecer de depresión, una enfermedad manejable con terapia y medicamentos.

• La “esquizofrenia” es una mala metáfora literaria, cuando hay esquizofrénicos de carne y hueso que, día a día, sufren, mientras lidian con su condición lo mejor que pueden.

• Los trastornos de bipolaridad a veces realzan la creatividad y productividad, pero este aumento no es sostenible, y ese presunto privilegio puede romper matrimonios, separar familias, y llevar al paciente a la quiebra.

Como lo hace antes con la gordura en Mardi Gras, con El ala psiquiátrica Pol logra desarmar otro tabú, el de las enfermedades mentales. Al enfocarse en las dolencias y síntomas específicos que padecen estos pacientes, y en los personajes que –a veces– intentan ayudarlos, Pol enfatiza que las condiciones mentales son un “problema” de salud pública, un problema de todos. Si hasta ahora no hemos sido nosotros mismos el loco o la loca que todos conocen, es porque tuvimos la fortuna de los buenos genes, y porque la vida no nos ha dado demasiado duro… todavía.

Juan Pablo Rivera es Profesor egresado de las universidades de Yale y Harvard. Autor del volumen de ensayos críticos La hermosa carne: El cuerpo en la poesía puertorriqueña actual (Iberoamericana/ Vervuert, 2021), y del poemario La fuga de cerebros (Isla Negra, 2015). En 2011 coeditó Lección errante: Mayra Santos Febres y el Caribe contemporáneo, sobre una de las más importantes autoras caribeñas.

Los poemas de Rivera han aparecido en Confluencia, Letras femeninas y Letralia y, sus artículos, en Oxford Bibliographies, Chasqui, Hispamérica y otras revistas académicas. En 2018, una selección de poemas de En invierno la batalla obtuvo el Premio Victoria Urbano de Creación, que otorga la Asociación de Estudios de Género y Sexualidad, establecida en los Estados Unidos.